"Hizo David también casas para sí en la ciudad de David, y arregló un lugar para el arca de Dios, y le levantó una tienda. Entonces dijo David: El arca de Dios no debe ser llevada sino por los levitas; porque a ellos ha elegido Jehová para que lleven el arca de Jehová, y le sirvan perpetuamente."
"Y llamó David a los sacerdotes Sadoc y Abiatar, y a los levitas Uriel, Asaías, Joel, Semaías, Eliel y Aminadab, y les dijo: Vosotros que sois los principales padres de las familias de los levitas, santificaos, vosotros y vuestros hermanos, y pasad el arca de Jehová Dios de Israel al lugar que le he preparado; pues por no haberlo hecho así vosotros la primera vez, Jehová nuestro Dios nos quebrantó, por cuanto no le buscamos según su ordenanza. Así los sacerdotes y los levitas se santificaron para traer el arca de Jehová Dios de Israel."
1 Crónicas 15:1-2 y 11-14
Después de la presentación al mundo de su reinado tras la victoria contra los filisteos, David retomó su misión de trasladar el arca a Jerusalén.
Su primer intento fue un desastre que acabó con la vida de Uza y, en medio del duelo, dejó el arca en custodia de Obed-edom, en su casa.
Tres meses estuvo ahí hasta que el rey David reanudó el traslado.
Esta vez no va a dejarse llevar por las prisas ni por sus formas sino que ya, con la lección aprendida, cumplirá a rajatabla con los requisitos de cómo trasladar el arca, que Dios detalló a Moisés desde que le fueran dadas las instrucciones de construirla.
David se equivocó y su error trajo una fatal consecuencia. Pero este bache no le hizo desistir de la misión ni cejar en el empeño de mantenerse en el error.
Sino que, comprendiendo que en su primera vez no buscó el consejo de cómo hacerlo, ahora se molestaría en buscar en el libro de la ley las directrices Divinas.
El arca de la Alianza era el objeto más importante y santo en Israel el cual representaba la presencia de Dios entre Su pueblo.
Y Dios se hizo presente entre los hombres en el Señor Jesucristo quien, siendo Dios, nació como hombre y se dió a Sí mismo en pago para la redención de nuestros pecados.
El Señor anduvo predicando el evangelio del reino durante un tiempo estimado de tres años, en Israel. En lo que duró Su ministerio, la cantidad de sus discípulos se contaba por millares. Pero, cuando llegó el día en que fue entregado a muerte en la cruz del Calvario, muchos de ellos se apartaron de Él, interpretando Su muerte como una derrota. Desistieron pues de seguir a Cristo.
Pero un gran número de discípulos, incluídos los doce escogidos por Jesús para ser Sus apóstoles, permanecieron unidos en oración y ruego. De modo que fueron testigos de Su resurrección, de Su estancia con ellos, en cuerpo glorificado, durante cuarenta días y de Su ascensión a la diestra del Padre.
Al recuento de testimonios, de miles que siguieron a Jesús durante Su muestra de milagros y señales, acabaron quedando algo más de quinientos fieles discípulos creyentes.
Gracias a Dios que, con la llegada del Espíritu Santo durante la celebración del Pentecostés, millares de indecisos, curiosos y visitantes fueron alcanzados con la verdad de Cristo y vueltos a Él.
Porque la obra que es hecha por el Espíritu Santo es convincente y perfecta para la conversión del hombre en Cristo Jesús, la cual se da con el anuncio del evangelio de Jesucristo, para la salvación del hombre.
En aquellos tiempos hubo un hombre que llegó a saber de Jesús, por medio de Juan el bautista, y reconoció en Él al Señor y Salvador, y lo predicaba con gran pasión de modo que muchos le escuchaban. Pero aún no conocía nada sobre la obra regeneradora del Espíritu Santo y, por ende, también la desconocían sus oyentes.
Este hombre, llamado Apolos, conseguía convencer a muchos de los caminos del Señor, pero no se convertían a Él.
Pero Priscila y Aquila, dos colaboradores del apóstol Pablo lo escucharon predicar y pudieron explicarle mejor el evangelio de salvación, de modo que a partir de entonces fue contado junto con Pedro y Pablo, por el gran alcance de su predicación a las almas.
Una vez más podemos ver por medio de David y de Apolos que, en cuanto a llevar la presencia de Dios a los hombres, no basta con las buenas intenciones, sino que la Palabra ha de tener presencia y cumplimiento para que la vida sea llevada a cabo.
Pues del modo en que David, aprendiendo la lección, se instruyó en la ley para poder trasladar el arca de manera eficaz hasta Jerusalén, Apolos se instruyó, por el evangelio, en todo aquello que no llegó a conocer desde Juan el bautista y hasta el nacimiento de la iglesia, para poder llevar de forma eficaz la luz de Cristo a todo hombre.
En algún momento de nuestra vida cristiana nos ha acontecido que nos hemos precipitado en la obra del Señor, dejandonos llevar por las ganas de alcanzar a muchos con la presencia de Dios por medio de nuestro testimonio en Cristo. Pero que, en la ignorancia de las Escrituras y de la voluntad de Dios a causa de nuestra inmadurez propia de todo neófito, solo hemos conseguido causar el efecto contrario.
Estos acontecimientos nos hacen, al principio, detenernos por un tiempo hasta llegar a entender el por qué de nuestro fracaso y, aprendida la lección, vamos creciendo en el conocimiento de la santa y perfecta voluntad de Dios en su preciosa Palabra, y de Sus designios para con cada uno de sus hijos y para con toda la humanidad.
Sea pues, que no volvamos a tropezar en los errores que nos dieron antes un fracaso, sino que del fracaso nos alcemos hacia la perfección a un cada vez más marcado carácter de Cristo.
Una oración hay, en el día de hoy, de la que nos podemos apropiar, conforme Job rogaba a Dios:
"Yo conozco que todo lo puedes, Y que no hay pensamiento que se esconda de ti. ¿Quién es el que oscurece el consejo sin entendimiento? Por tanto, yo hablaba lo que no entendía; Cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no comprendía. Oye, te ruego, y hablaré; Te preguntaré, y tú me enseñarás. De oídas te había oído; Mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, Y me arrepiento en polvo y ceniza."
Job 42:2-6
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