domingo, 13 de febrero de 2022

APRENDIDA LA LECCIÓN, NEHEMÍAS 10:28-31

APRENDIDA LA LECCIÓN, Nehemías 10:28-31

Y el resto del pueblo, los sacerdotes, levitas, porteros y cantores, los sirvientes del templo, y todos los que se habían apartado de los pueblos de las tierras a la ley de Dios, con sus mujeres, sus hijos e hijas, todo el que tenía comprensión y discernimiento, se reunieron con sus hermanos y sus principales, para protestar y jurar que andarían en la ley de Dios, que fue dada por Moisés siervo de Dios, y que guardarían y cumplirían todos los mandamientos, decretos y estatutos de Jehová nuestro Señor. Y que no daríamos nuestras hijas a los pueblos de la tierra, ni tomaríamos sus hijas para nuestros hijos. Asimismo, que si los pueblos de la tierra trajesen a vender mercaderías y comestibles en día de reposo, nada tomaríamos de ellos en ese día ni en otro día santificado; y que el año séptimo dejaríamos descansar la tierra, y remitiríamos toda deuda.
Nehemías 10:28-31

El pueblo de Dios siempre mostró su lado rebelde desde que saliera de Egipto.

Cuarenta años de vagar en el desierto fueron necesarios para conseguir amansar a la nueva generación de Israelitas, cuyos padres prefirieron morir en el desierto antes que confiar en Dios.

Antes de cruzar el Jordán recibieron la ley que sus antecesores no quisieron escuchar y pudieron experimentar el milagro del cruce del Jordán y la caída de Jericó, entre otras maravillas de Dios a su favor.

Una vez ya en la tierra prometida poco les duró la fidelidad. Pues, una vez muerto Josué, no se levantó quien lo sustituyese.
Vivieron, entonces, sin un líder que les mantuviera a raya, desviándose cada vez más de los mandamientos recibidos con amenes delante de Moisés y con las consiguientes bendiciones y maldiciones declaradas entre Ebal y Gerizim.

Al tiempo Dios empezó a enviar jueces y profetas que los iban sacando de la anarquía y acercando de nuevo a la ley.

Cuando el pueblo se cansó de ser gobernado por Dios a través de jueces y profetas, no les tembló el pulso en pedir tener rey , como el resto de las naciones.

Inició así la etapa de los reyes, de los cuales dependía que la nación se mantuviera en la ley o se alejara de Dios. David y Salomón fueron los reyes de la época dorada de Israel, pues su grandeza y fortaleza eran el reflejo de un reinado dedicado a glorificar a Dios, a pesar de sus pecados.

Pero desde que se dividiera la nación en dos reinos, esto fue a causa de la caída en idolatría de Salomón, la fidelidad a Dios fue degenerando en la sucesión de sus reyes, aunque cabe comentar que también hubieron unos cuantos fieles, como Ezequías o Josías.

El abrumador descaro de un pueblo tan  desobediente que no se dignaron a cumplir ni con el año sabático del descanso de las tierras de cultivo, provocó que Dios les hiciera caer en manos de los Asirios, dispersándose diez de las doce tribus de Israel y acabando más tarde el reino de Judá deportado a Babilonia.

Setenta años fue el tiempo que Dios permitió que su pueblo sufriese el exilio. No es que se tratara de un tiempo decidido arbitrariamente, sino que, en muestra de la justicia de Dios, estos años eran  pertenecientes al descanso sabático de las tierras, hasta el cumplimiento del  tiempo en que no lo hicieron.

Llegó el día en que Dios les hizo volver para restaurar el templo y la ciudad. Zorobabel, Esdras y Nehemías encabezaron los turnos de retorno a Jerusalén.

Allí, y experimentando de nuevo el favor de Dios, retomaron la ley haciendo juramento a Dios, y prometiendo obedecer a todos sus  mandamientos.

Parecía que esta vez el pueblo sí había aprendido la lección, aunque lamentablemente sabemos que este sentimiento se volvió a diluir al pasar de los siglos.

Durante el transcurso de la historia de Israel podemos entender que los hombres sólo somos capaces de mantenernos a base de disciplina.

De modo que cuando se nos deja tranquilos a nuestro aire, esos aires suelen llevarnos siempre lo más alejado de Dios según el tiempo de nuestra desobediencia.

Si la salvación de nuestras almas dependieran de nuestra obediencia a Dios no habría quien se salvara. Pero gracias a Dios, en Su inconmensurable amor y misericordia, envió a Su Hijo a poner Su vida en lugar de la nuestra, satisfaciendo así el pago de la redencíon de nuestras almas y dándonos acceso a la vida eterna por Su resurrección.

De modo que todo aquel que cree y reconoce en Jesús a su Señor y Salvador es hecho nuevo en Cristo y justificado en Él delante de Dios.

Y en cuanto a nuestra nueva forma de vivir en Cristo, sólo tenemos dos formas de aprender: dócilmente en obediencia o a base de palos, como los rebeldes.

Más nos vale ser disciplinados.

"Porque el Señor al que ama, disciplina, Y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos. Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos?"
Hebreos 12:6-9
















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