Si pecaren contra ti, (pues no hay hombre que no peque,) y te enojares contra ellos, y los entregares delante de sus enemigos, para que los que los tomaren los lleven cautivos a tierra de enemigos, lejos o cerca, y ellos volvieren en sí en la tierra donde fueren llevados cautivos; si se convirtieren, y oraren a ti en la tierra de su cautividad, y dijeren: Pecamos, hemos hecho inicuamente, impíamente hemos hecho; Si se convirtieren a ti de todo su corazón y de toda su alma en la tierra de su cautividad, donde los hubieren llevado cautivos, y oraren hacia la tierra que tú diste a sus padres, hacia la ciudad que tu elegiste, y hacia la casa que he edificado a tu nombre; tú oirás desde los cielos, desde el lugar de tu morada, su oración y su ruego, y ampararás su causa, y perdonarás a tu pueblo que pecó contra ti.
2 Crónicas 6:36-39
Durante la oración de apertura del templo de Salomón, el cronista recuerda a los lectores que la humanidad está marcada por el pecado y no puede evitar caer en éste, sea de la índole que sea.
Es cuando Salomón pone como ejemplo una circunstancia muy común en Israel, la cual es su recurrente infidelidad y su clamor a Dios en la cautividad.
Tan recurrente como la misericordia de Dios hacia todo aquel que se arrepiente de veras. No como hacia el oportunista, que lo intenta tener de pretexto para continuar con su vida pecaminosa, en cual caso Dios no solamente aparta Su rostro sino también Su favor, dejándolo a expensas de las consecuencias de sus actos.
El hecho de que Salomón condiciona al pecador arrepentido a orar en dirección a Jerusalén y más concretamente a su templo, testifica externamente la intención del corazón de quien clama a Dios.
Podemos recordar, por ejemplo, como Daniel oraba en Babilonia, abriendo las ventanas de su casa y se arrodillaba orientado hacia la santa ciudad.
"Cuando Daniel supo que el edicto había sido firmado, entró en su casa, y abiertas las ventanas de su cámara que daban hacia Jerusalén, se arrodillaba tres veces al día, y oraba y daba gracias delante de su Dios, como lo solía hacer antes."
Daniel 6:10
No es que Daniel pensara que Dios solamente podría habitar en Jerusalén y en el templo, ya destruídos por mano de los hombres de Nabucodonosor, sino que dirigiéndose hacia el lugar atestiguaba su mirada en concordancia con la voluntad de Dios y mantenía fresca su identidad en Él.
Cuando un pecador se arrepiente y acepta a Jesús como Señor y Salvador personal, este es perdonado y convertido en una nueva criatura, adquiriendo con su naturaleza humana también una identidad espiritual como hijo de Dios por la acción del Espíritu Santo, que viene a hacer morada en él.
En ese momento, librado de la acción del pecado y de la muerte y con su nueva identidad, viene añadida una nueva voluntad, que es la voluntad del Espíritu, por ende, la voluntad de Dios.
Pero el creyente no deja de ser humano por lo que, mientras vivimos en este mundo, continuamos sosteniendo la antigua naturaleza carnal a la par de la nueva, espiritual, recibida en Cristo.
Esto supone un conflicto interno de intereses entre la carne, que está atada a la autodestrucción, y el Espíritu, que trasciende a vida eterna por la fe en Cristo, por gracia de Dios.
Lo que hace necesario que el creyente mantenga fresca su identidad cristiana, por medio de la oración y de la Palabra, alimentando y fortaleciendo su relación con Dios, para que su carácter vaya siendo cada vez más parecido al de Cristo, nuestro dador de vida.
Algunos creyentes piensan que desde que se convirtieron ya no han vuelto a pecar más y que jamás lo volverán a hacer, levantando el índice para señalar a los cristianos que efectivamente muestran más debilidad en este aspecto y caen en la torpeza de sus pasos.
Claro que cuando uno se piensa que es perfecto y que no hay nada de pecado en todo cuanto hace o piensa ya es un pecado de por sí, llamado soberbia, con el cual se ha glorificado a sí mismo sin esperar a que lo haga Dios, el día en que Su iglesia sea llevada a Su presencia.
Mas, ¿cómo y de qué se arrepentirá aquel que piensa que nunca peca? No puede.
Cierto es que Jesús murió y resucitó una sola vez y para siempre para el perdón de nuestros pecados. Pero esto no implica que ya no pequemos, sino que no deseando hacerlo ni debiéndolo hacer, Dios conoce que no hay nadie en el mundo que nunca peque, por nuestra debilidad. Por lo que Su gracia salvífica en Cristo se extiende en cada creyente desde su primer día en Él y hasta su perfección.
De todos modos esto no significa que el cristiano tenga carta blanca para pecar, ya que cualquiera que tenga ese pensamiento o no es regido por el Espíritu Santo o directamente no mora en él, evidenciando su falsa identidad cristiana.
Porque, ¡qué más quisiéramos dejar de fallar con nuestros pecados a Aquel que nos rescató de la muerte para darnos Su perfecta, santa y eterna vida!
Y por ello mantenemos nuestra mirada dirigida a Él, en Su palabra y por medio de la oración, por tal de que cada vez sean menos las tentaciones y los baches en los que tanto nos avergüenza caer como torpes críos.
Dios conoce nuestras debilidades y limitaciones y, aunque no le agrade, no se va a escandalizar repentinamente de nosotros ni nos va a dejar de perdonar siempre que acudamos a Él con corazón sincero.
Pero sucede que, aún conociendo del inconmensurable amor y misericordia de Dios, el peso de haber pecado nos puede hacer sentir indignos de ser llamados hijos suyos, impidiéndonos a nosotros mismos el acercarnos a Él, y hundiéndonos en una autocompasión que va enfriando nuestra relación con Dios y apagando el Espíritu.
Para que esto no suceda hoy es día de alzar la vista y recordar que nada ni nadie nos puede arrebatar la identidad que nos fue dada en Cristo, por lo que Dios nunca dejará de ser nuestro Padre. Y si un padre terrenal es capaz de perdonar a su hijo en cualquier delito que haya cometido, ¿cómo no hallaremos nosotros el perdón y la restauración de nuestro Padre Celestial?
"Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro."
Hebreos 4:15-16
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