Y puso jueces en todas las ciudades fortificadas de Judá, por todos los lugares. Y dijo a los jueces: Mirad lo que hacéis: porque no juzgáis en lugar de hombre, sino en lugar de Jehová, el cual está con vosotros cuando juzgáis. Sea, pues, con vosotros el temor de Jehová; mirad lo que hacéis, porque con Jehová nuestro Dios no hay injusticia, ni acepción de personas, ni admisión de cohecho.
2 Crónicas 19:5-7
En los pasados devocionales leímos sobre el carácter de Josafat y su firmeza contra la idolatría. También supimos tocante a su posterior emparentamiento con Acab y su colaboración con él, hecho que suscitó la reprensión de Dios a su vuelta a casa.
Pero lejos de quedarse quieto en autolamentaciones, Josafat emprendió de nuevo la obra que había iniciado de conducir al pueblo a Dios y a guardar Su ley.
Hoy vemos cómo, en esa conducción, se dió la tarea de nombrar jueces, asegurando así al pueblo conforme a la ley.
En este nombramiento, Josafat los asevera como jueces guiados por Dios y no por hombres, apuntando un par de directrices muy claras que deberán cumplir en su ministerio.
Primeramente les recuerda cuál debe ser el origen de su justicia, la cual viene de Dios y no de los hombres; para luego puntualizarles qué acciones no concuerdan con la justicia divina y, por tanto, deben desecharlas.
Podría sonar paradójico hablar de una justicia injusta. Lo cierto es que sí que la hay.
Porque, a pesar de que Dios creó al hombre a Su imagen y semejanza, poniendo en él una conciencia apta para hacer el bien, esa conciencia quedó corrompida tras la caída de Adán.
A partir de entonces, la justicia del hombre ha ido degenerándose conforme más se ha alejado de Dios. De modo que cada nación, dispone de su ley, con su propia idea de justicia, y dictada en conformidad con su contexto sociocultural o religioso; de manera que se adapta a su interés humano en lugar de que este interés humano se someta a una sola justicia, verdadera y santa, que es la de Dios.
Es en esta justicia santa y verdadera, en la que Josafat nombra a sus jueces. Una justicia que no hace diferencias entre un hombre y otro, y que no acepta sobornos.
Imaginémonos por un momento que Dios aceptara algún trato humano por encima de Su ley, pues ya no existiría la justicia.
¿Cuántas veces, en nuestra obcecación por hacer lo que nos interesa y no la voluntad de Dios, habremos caído en el soberbio pensamiento de que Dios haría una excepción con nosotros, doblegando Su ley en aquello que, por la Palabra, sabemos de antemano que es pecado?
También nuestro juicio, como hijos de Dios, que es Juez Justo y Verdadero, debe ser recto para con los demás, en el sentido en que si Dios tiene misericordia y paciencia con nosotros, asimismo debemos mostrarlo a los demás, juzgando justamente y para bien, esto es, para edificación, incluso cuando el juicio requiera cuestiones de resolución tajante, como una disciplina o hasta la excomunión de quien se mantiene en su pecado después de su confrontación.
Hablamos del juicio dentro del ámbito eclesial, siendo el creyente el que se sujeta a la ley del Espíritu, por cuanto mora en él, o así debería serlo.
Y es que entre los que formamos el cuerpo de Cristo no debería existir el pleito, cosa que lo hay, confirmando nuestra humanidad e inmadurez, y para corrección y formación en la humildad y la mansedumbre, conforme al carácter de Cristo.
En este sentido, Pablo instruye a los creyentes de Galacia, quienes se habían vuelto juiciosos los unos contra los otros, a raíz de su vuelta a la comprensión de la salvación por obras y no por gracia de Dios, por medio de la fe.
"Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado."
Gálatas 6:1
El juicio justo es aquel en que uno se considera a sí mismo y, en virtud de su redención en Cristo por pura misericordia de Dios y no por mérito humano alguno, reconviene al hermano a través de la Palabra por tal de que por su conciencia y en dirección del Espíritu Santo, pueda ser restaurado y vuelto a la obra en el cuerpo de Cristo.
Porque ninguno de nosotros estamos exentos de caer por haber descuidado la práctica de nuestra fe en el diario vivir. Por tanto, si tenemos derecho a ser perdonados y restaurados como hijos de Dios, ya que en Cristo se llevó a cabo nuestra redención, confirmada por el Espíritu Santo, tanto así nuestro hermano que ha caído necesita ser restaurado.
"Mirad lo que hacéis", advertía Josafat a sus jueces.
Hoy es día de que los hijos del Juez Justo y Verdadero, tomemos las palabras de Josafat como dichas para nosotros, desechando la laxitud humana que entorpece la justicia perfecta y santa de Dios.
Tomaremos también de Pablo la propuesta del ejercicio de autoconfrontación. Sea el Señor guiándonos a toda justicia.
"Así que, cada uno someta a prueba su propia obra, y entonces tendrá motivo de gloriarse sólo respecto de sí mismo, y no en otro; porque cada uno llevará su propia carga."
Gálatas 6:4-5
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