Josafat rey de Judá volvió en paz a su casa en Jerusalén. Y le salió al encuentro el vidente Jehú hijo de Hanani, y dijo al rey Josafat: ¿Al impío das ayuda, y amas a los que aborrecen a Jehová? Pues ha salido de la presencia de Jehová ira contra ti por esto. Pero se han hallado en ti buenas cosas, por cuanto has quitado de la tierra las imágenes de Asera, y has dispuesto tu corazón para buscar a Dios.
2 Crónicas 19:1-3
Volvemos a centrarnos en Josafat después de que el cronista abriera un paréntesis en su vida en el que Acab tomara protagonismo.
Después de la muerte del rey de Israel, contra Ramot de Galaad, Josafat vuelve a su casa sano y salvo por la mano de Dios, a quien tuvo que clamar cuando se encontraba a punto de morir en manos enemigas.
Entonces, el profeta Jehú aparece en escena, no para darle la bienvenida entre el vítore y el halago, sino para darle una muy directa palabra de reprensión de parte de Dios.
Y es que Josafat debía estarle muy agradecido, ya que bien pudiera Dios haber permitido que él también muriera en batalla, por haberse aliado con Acab, el que junto con su mujer, la fenicia Jezabel, rechazaba las cosas de Dios en su reino.
Pero Dios oyó el clamor de su angustia, lo salvó y permitió que volviese a su casa sin daños.
Y esto es lo que vino a recalcarse por medio de Jehú, que ante tan aborrecible acto de deslealtad, Dios podría tranquilamente haber cerrado el oído a su clamor, haciéndole preso de las palabras que le dijo a Acab cuando éste le pidió apoyo para ir a la guerra.
"Y dijo Acab rey de Israel a Josafat rey de Judá: ¿Quieres venir conmigo contra Ramot de Galaad? Y él respondió: Yo soy como tú; y mi pueblo como tu pueblo; iremos contigo a la guerra."
2 Crónicas 18:3
Habiendo sido reconocido en un principio como un rey que se había fortalecido contra Israel, ahora venía a ser su pariente y copartícipe de sus cosas.
Como la de Acab, pues, fuera su suerte. Pero Dios es misericordioso y amplio en perdonar a todos los que claman a Él, cosa que Josafat hizo ipso facto, en medio del peligro.
Cuando somos hechos nuevas criaturas en Cristo, con el nuevo nacimiento, el Espíritu Santo viene a morar en nosotros dándonos una nueva vida, limpiando nuestras conciencias e insuflando una nueva voluntad en nuestro ser, la voluntad de Dios.
Aún así, y mientras andamos en este cuerpo y en este mundo, continuamos manteniendo nuestra propia voluntad, esta es la de la carne, con la que hay que lidiar a diario para someterla a la del Espíritu, para que cada vez sea más notable en nosotros el carácter de Cristo.
El celo de Dios es tan fuerte cuando el Espíritu nos transforma de muerte a vida, porque su propia llenura nos muestra qué está bien y qué no a ojos del Padre. Pero conforme pasa el tiempo, nuestra antigua naturaleza va buscando hacerse el hueco.
Lo que antes rechazábamos como malo, como en el caso de Josafat en sus inicios, luego lo vamos viendo menos malo y hasta aceptable en nuestras vidas, emparentando con ello como algo asumible y acorde a nuestra identidad.
Y son aquellas cosas que en su día rechazamos y aceptamos después, las que nos llevan a los problemas, aquellos en los cuales clamamos a Dios por Su ayuda, y de los que el Señor nos rescata.
Dios es paciente para con nosotros, mientras que nuestro error por excelencia suele ser el confundir Su paciencia con Su complacencia.
La complacencia de Dios es para con todo lo sujeto a Su voluntad, mientras que Su paciencia es para con nosotros a pesar de no estar andando en ella.
Y aunque el Señor nos libra de todo mal, trayéndonos de nuevo a Él, tal como Josafat volvió a su casa sano y salvo, no se agrada en nada de aquella actitud reprobable que nos llevó a clamar a Dios.
Podríamos aplicarnos las palabras de Jehú, cuando nos codeamos con el pecado, aunque también podríamos recordar estas palabras de Jesús: "Ni yo te condeno, vete y no peques más."
Cuando el Señor dijo esto, una adúltera arrepentida esperaba a ser apedreada por muchos. Jesús tocó las conciencias de aquellos hombres que esperaban ver caer la primera piedra sobre ella, de modo que todos acabaron marchándose sin hacer nada.
Al verse librada de la muerte inminente, Jesús le advierte con el "no peques más", reprobando tajantemente el acto que la hizo encontrarse en esa situación tan peligrosa y vergonzosa.
Nótese que primero dijo "ni yo te condeno", ya que de Jesús viene el perdón. Pero no debemos olvidar que el mismo Redentor es también Juez para los que no le creen, y tampoco deja de serlo para con Sus hijos, aunque sobre estos pesa la justificación en Cristo.
Justificados en Cristo y por ende, libres de condenación, no debemos tomar esta libertad como una puerta al libertinaje, que pone en duda nuestra identidad cristiana, sino como la ocasión de escoger lo bueno, cosa que en nuestra pasada vida no podíamos hacer por el pecado que nos ataba.
Aunque en algún momento pudiéramos llegar a pensar que los santos no pecan, este pensamiento nos llevaría a ensoberbecer pisando por encima de la propia palabra de Dios, que nos insta constantemente a la santidad y a aborrecer lo malo.
¿Y qué peor pecado que la soberbia? No serán pocas las veces en que, creyéndonos fuertes en el Señor, ha sido tal nuestro tropiezo que caímos hasta el fondo.
Josafat se sintió fuerte contra Israel y aún así acabó aliándose con éste, arrastrando con su decisión a sus tropas e incluso a su hijo, por su matrimonio pactado con la hija de Acab.
Nuestra sensación de firmeza en Cristo nos debilita en el sentido en que dejamos de sentir la necesidad de acudir a Dios, en busca de Su voluntad en cada paso que damos.
Sobre esto tenemos advertencia, la cual dice en la Palabra:
"Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga."
1 Corintios 10:12
Tomando el consejo y recordando también a Pablo, con su "miserable de mí", tocante a la ley del pecado que mora en su carne, sirvamos a Dios con la mente, sometiendo los pensamientos a los pies de Cristo, lugar en el que nuestro corazón podrá mantenerse humilde y así libre de caer en actitud reprobable.
Hoy toca buscar a Dios y presentarnos delante de Él con gratitud, por Su inconmensurable amor y misericordia. Que el Señor nos guarde de tropezar y de arrastrar con ello a otros.
Y si por si acaso hemos caído y no podemos levantar, no dejemos de clamar a Dios y Él nos encaminará de nuevo en Cristo.
"Respóndeme cuando clamo, oh Dios de mi justicia. Cuando estaba en angustia, tú me hiciste ensanchar; ten misericordia de mí, y oye mi oración."
Salmos 4:1
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